impermanente

Algunas cosas requieren más espacio

Primero debo confesar que yo llegué muy tarde al mundo de la música electrónica, por lo que este post se basa en conversaciones con aquellas personas que he conocido ahí y que llevan en décadas lo que yo llevo en años.

“Hubo un tiempo en que la música electrónica no tenía marcas,” me dicen, “ni sponsors, ni VIPs. Solo ritmo, desiertos, fábricas, bosques. Aquello era un rito. Hoy, en cambio, es contenido.”

Aparentemente el techno está pasando por un proceso muy similar al de la industria tech, algo que Cory Doctorow bautizó con precisión hace un par de años: enshittification. Un término feo, incómodo, pero necesario. Se pensó para describir cómo una plataforma de tecnología se degrada progresivamente a medida que sus creadores priorizan la extracción de valor por sobre la experiencia humana.

Saco esta cita de Wikipedia:

Here is how platforms die: first, they are good to their users; then they abuse their users to make things better for their business customers; finally, they abuse those business customers to claw back all the value for themselves. Then, they die. I call this enshittification, and it is a seemingly inevitable consequence arising from the combination of the ease of changing how a platform allocates value, combined with the nature of a “two sided market,” where a platform sits between buyers and sellers, hold each hostage to the other, raking off an ever-larger share of the value that passes between them.Here is how platforms die: first, they are good to their users; then they abuse their users to make things better for their business customers; finally, they abuse those business customers to claw back all the value for themselves. Then, they die. I call this enshittification, and it is a seemingly inevitable consequence arising from the combination of the ease of changing how a platform allocates value, combined with the nature of a “two sided market,” where a platform sits between buyers and sellers, hold each hostage to the other, raking off an ever-larger share of the value that passes between them.

Es una historia en tres actos y que lamentablemente aplica también a aspectos que están fuera de la tecnología. En el caso de la música tecno, podemos pensarlo así:

1. La etapa del valor: el mito fundacional

Los festivales nacen como actos de pasión. Autogestionados, arriesgados, honestos. Gente que ama el sonido alquila un generador y lo monta todo en medio de la nada. Se eligen los lineups por emoción, no por algoritmo. Hay polvo, errores, magia. El público es parte activa del ritual. El cuerpo importa. El momento importa. Se baila con los ojos cerrados.

2. La etapa de la captura: la profesionalización

Llega el éxito. Más asistentes y más visibilidad, lo que a su vez genera más atención. Se afina la producción, se sube el precio. Aparecen los sponsors. El line-up se adapta a los “que venden”. Los DJs emergentes van a las 16:00 y nadie los escucha, incluso no ha llegado ni la mitad del público. Se construye una narrativa de marca: “el festival más loco”, “la mejor experiencia del verano”. Pero el baile ya no es el centro, da paso al contenido grabado en móviles.

3. Enshitification total de la experiencia

Todo es postureo. Todo es performativo. Se va al festival como quien va a un showroom: para demostrar que se estuvo, no para estar. La gente no llega antes de las 2:00am y no es porque no puedan, sino porque nadie quiere grabar stories con poca gente en la pista. El main stage es el único punto de interés. Lo importante es tener el vídeo, no tener el recuerdo. Se baila mirando el móvil. Se escucha lo que ya se conoce. Se sacrifica el momento en favor del algoritmo.

Y sí, existen también grandes corporaciones y fondos de inversión involucrados, como en todo. Superstruct, Live Nation, etc. compran todo lo que puedan empaquetar. Elrow, Sónar, Brunch, Monegros y otros son convertidos en franquicias de sí mismos. Pero sería cínico señalarlos solo a ellos. El público también tuvo la culpa, porque a nadie le importa ya el DJ, sino su outfit. Porque nadie comparte música nueva, pero todos suben reels con filtros. Porque la pista no vibra: posa.

Quizás no se puede volver atrás. Quizás todo lo que fue auténtico está condenado a este ciclo. Pero aún hay reductos. Raves clandestinas. Festivales sin apps ni QR ni pulseras cashless. Gente que llega temprano, que se queda hasta el final, que baila aunque no haya señal o que incluso apaga el móvil antes de entrar. Ahí, todavía, la música es algo más que una excusa para grabar.

No es nostalgia, porque yo no lo viví. Es una advertencia habiendo vivido el proceso en el mundo de la tecnología, el internet, las redes sociales.

Porque nadie te quitará lo bailado y aquello que no se baila, se olvida.

Hace unos días, mientras investigaba para mi próximo libro, me topé con un concepto lingüístico que me voló la cabeza: En el idioma aymara, hablado en Bolivia, Perú y Chile, el pasado está adelante y el futuro está atrás. Sí, leyeron bien. Cuando un hablante aymara dice “ayer”, señala hacia adelante. Cuando dice “mañana”, apunta hacia atrás.

Mi primera reacción fue de incredulidad. ¿Cómo podía ser esto posible? En español, inglés, y prácticamente todos los idiomas que conozco, caminamos “hacia” el futuro y dejamos el pasado “atrás”. Es una metáfora tan arraigada que ni siquiera la cuestionamos. Pero los aymaras tienen una lógica aplastante para su sistema.

La explicación es muy simple: puedes ver lo que ya pasó, pero no puedes ver lo que vendrá. El pasado es conocido, visible, está frente a tus ojos como un paisaje que ya recorriste. El futuro es desconocido, invisible, está a tu espalda como el camino que aún no has visto. La lengua aymara codifica en su gramática misma esta verdad fundamental sobre la experiencia humana del tiempo.

Esto me hizo pensar en cómo nuestra obsesión occidental con “mirar hacia el futuro” podría estar fundamentalmente mal planteada. Vivimos proyectándonos constantemente hacia adelante, planeando, anticipando, preocupándonos por lo que vendrá. Mientras tanto, ignoramos las lecciones del pasado que están literalmente frente a nuestros ojos.

Los aymaras tienen palabras específicas: “nayra” (ojo/frente/vista) se usa para el pasado, y “qhipa” (detrás/espalda) para el futuro. Cuando dicen “nayra mara” (el año pasado), están diciendo literalmente “el año frente a los ojos”. Es poesía pura convertida en gramática cotidiana.

Curiosamente, esto se conecta con algunas ideas que he estado explorando sobre la impermanencia. Si el futuro está detrás de nosotros, invisible e incierto, ¿no debería esto hacernos más humildes sobre nuestras predicciones y más atentos a lo que ya sabemos? Es como si toda una cultura hubiera integrado en su lenguaje lo que el budismo enseña sobre la incertidumbre fundamental de la existencia.

Me pregunto qué pensaría un hablante aymara de nuestra obsesión tecnológica con la “visión de futuro”, el “pensamiento forward-looking” y toda esa jerga corporativa que asume que podemos ver hacia dónde vamos. Para ellos, debe sonar tan absurdo como alguien que camina de espaldas pretendiendo ver el camino.

La próxima vez que alguien me pregunte sobre mis planes a futuro, creo que voy a responder como un aymara: “No puedo ver lo que está a mis espaldas, pero puedo contarte todo sobre el camino que ya recorrí”.

A pocas semanas de la publicación de mi libro de fantasía urbana, y pensando en que puedan ver si les gusta el estilo, les dejo aquí una historia corta de acceso libre:

Un día cualquiera

Hoy estaba escuchando el último capítulo del podcast “Intelligent Machines” en el que entrevistan al científico Stephen Wolfram. Encontré una perspectiva refrescante y mucho más matizada sobre el futuro de la IA. Curiosamente, esta visión tiene un paralelo sorprendente en una serie de novelas de ciencia ficción que me encantan.

Wolfram argumenta que la Inteligencia Artificial General (AGI) es un concepto fundamentalmente impreciso. Buscamos crear algo que haga “todo lo que hace un humano”, pero esto es una meta inalcanzable por definición. Siempre encontraremos alguna característica única que distinga a los humanos, ya sea nuestra mortalidad, vulnerabilidad a enfermedades, o algún otro aspecto de nuestra experiencia. Esta obsesión por replicar exactamente la inteligencia humana puede estar desviándonos de una comprensión más productiva de lo que realmente estamos creando.

Un segundo punto fascinante que menciona es que la naturaleza ya ejecuta procesos computacionalmente más complejos que nuestros cerebros. El clima, los ecosistemas y otros sistemas naturales realizan cálculos de una complejidad asombrosa. Sin embargo, no los consideramos “inteligentes” porque no se alinean con lo que los humanos valoramos como inteligencia.

Wolfram nos invita a reconocer entonces que las IAs pueden volverse increíblemente poderosas computacionalmente, sin necesariamente replicar la inteligencia humana. Son entidades diferentes realizando cálculos diferentes. En lugar de preocuparnos sobre si las máquinas nos “superarán”, Wolfram sugiere que el futuro consistirá en una relación pragmática con una “civilización de IAs” como recurso computacional. Interactuaremos con estos sistemas para lograr objetivos específicos, y algunas cosas ocurrirán simplemente porque es el curso natural del desarrollo de las IAs.

Esta visión tiene un paralelo sorprendente con la serie de ciencia ficción “La Cultura” de Iain M. Banks. En estas novelas, Banks imagina una civilización donde humanos y superinteligencias artificiales (llamadas “Mentes”) coexisten en una relación simbiótica. Las Mentes son indiscutiblemente más poderosas que los humanos y gestionan la infraestructura de la civilización. Sin embargo, esta relación no es de subordinación, sino de colaboración. Las Mentes tienen personalidades y motivaciones propias, diferentes a las humanas, pero suficientemente alineadas para permitir una civilización compartida.

Lo que hace que “La Cultura” sea tan relevante versus lo que Wolfram comenta es que Banks nunca cayó en la trampa de presentar a las Mentes como versiones mejoradas de humanos. Son entidades fundamentalmente diferentes, con sus propias formas de pensar y existir.

Hace poco me encontraba pensando en por qué ciertos mensajes, aunque sean fundamentalmente correctos o importantes, generan tanto rechazo en la sociedad. ¿Por qué la gente reacciona con tanta hostilidad hacia veganos, ciclistas, ambientalistas o incluso hacia la comunidad científica? La respuesta, creo, no está en el mensaje mismo, sino en cómo se comunica.

Mi hipótesis es simple: las personas no rechazan estos mensajes por su contenido, sino porque quienes los transmiten a menudo se posicionan como moralmente superiores. Es una reacción casi instintiva contra la condescendencia, no contra el mensaje en sí.

Cuando era niño, veía a Carl Sagan hablar sobre ciencia. No lo hacía desde un pedestal de superioridad intelectual, sino desde un lugar de asombro compartido. No decía “miren lo mucho que sé sobre el cosmos”, sino “¡miren qué maravilloso es el cosmos que todos compartimos!”. La diferencia parece sutil pero creo que puede ser fundamental.

Esta intuición no es solo mía. La psicología social ha identificado varios fenómenos relacionados:

- La “identidad social amenazada”: cuando las personas sienten que su grupo o estilo de vida está siendo atacado, se resisten al cambio.

- El “efecto boomerang”: cuando la información se presenta de manera confrontacional, las personas tienden a aferrarse más fuertemente a sus creencias originales.

Los estudios sobre ciclismo urbano, por ejemplo, muestran que la hostilidad hacia los ciclistas aumenta cuando estos son percibidos como un grupo elitista. Lo mismo ocurre con el veganismo: los mensajes basados en la culpa generan más resistencia que aquellos centrados en opciones positivas y accesibles.

Creo que si queremos que algunos mensajes resuenen, necesitamos más Carl Sagans en todas las áreas. Necesitamos comunicadores que:

- Inviten al descubrimiento conjunto en lugar de predicar desde la superioridad moral

- Compartan el asombro y la curiosidad en lugar de la condena

- Construyan puentes en lugar de levantar muros

- Reconozcan la humanidad compartida en lugar de crear divisiones

La próxima vez que queramos defender una causa, preguntémonos: ¿estamos invitando a otros a unirse a nuestro asombro, o estamos predicando desde un pedestal moral? La respuesta a esa pregunta podría determinar si nuestro mensaje genera cambio o resistencia.

Porque al final, como Sagan nos enseñó, todos somos polvo de estrellas. Y esa verdad profunda nos une mucho más de lo que cualquier diferencia ideológica podría separarnos.

Cuando decidí escribir “Hispania Obscura”, mi primera novela de fantasía urbana, una pregunta me perseguía constantemente: ¿Por qué la mayoría de las historias de este género ocurren en Londres o Nueva York, cuando tenemos un escenario mucho más rico aquí mismo?

España no es solo el país que en el que uno sale de paseo a cualquier pueblo y encuentra un castillo que sería la envidia de nobles en los cuentos de fantasía. Es una tierra donde diferentes tradiciones mágicas y místicas se han entrelazado durante milenios. Los celtas construyeron sus castros en el norte, los romanos levantaron templos sobre ellos, los visigodos convirtieron esos templos en iglesias, y los árabes transformaron algunas de esas iglesias en mezquitas. Cada cultura añadió su propia capa de historia y leyenda a este territorio único. Vamos, aquí nació la Santa Inquisición.

¿Qué otro país puede presumir de tener una tradición mágica que combine rituales celtas, misterios romanos, magia árabe y misticismo cristiano? ¿Dónde más puedes encontrar una ciudad como Toledo, donde las tres religiones del libro convivieron y compartieron conocimientos esotéricos durante siglos? Estas preguntas me llevaron a imaginar una historia donde la magia no es algo del pasado, sino una fuerza que sigue viva bajo la superficie de nuestra realidad moderna.

Madrid, con sus calles antiguas y su energía contemporánea, se convirtió en el escenario perfecto para esta historia. Una ciudad donde cada esquina guarda secretos, donde los edificios más modernos se alzan sobre cimientos que han visto pasar siglos de historia. Donde el pasado no es solo algo que estudias en los libros, sino algo que respiras en el aire mismo.

Obviamente no soy el primero que piensa esto sobre la península, pues escribo este post mientras puedo ver el Manual del Jugador de Aquelarre, el juego de rol. Tampoco el primero en notar que ciudades como Madrid son epicentros culturales que tienen más sentido para ser el escenario final de una película como Highlander que un Nueva York. Y hace solo dos días me vi de nuevo El Día de la Bestia. Pero específicamente en el tema de fantasía urbana, llegó el momento de escribir algo que a mí me hubiera encantado leer cuando más jóven.

El libro ya está siendo editado, espero poder anunciar con ustedes su publicación en pocas semanas.

Cuando yo era un joven aficionado a los juegos de rol, existía uno llamado Cyberpunk 2020. Visto desde el inicio de los 90s, pintaba un mundo distópico ambientado en la década actual, donde las grandes corporaciones tecnológicas lideraban el mundo. Por supuesto que, con el filtro de la época, esa grandes corporaciones iban a ser japonesas, en ese momento vistas como imparables no solo en la literatura y los juegos de rol o video, sino incluso en el cine con películas como Sol Naciente. Eso le dio al género una estética muy particular, con luces de neón, colores extravagantes y efectos dignos de Tron.

Nuestro timeline no fue exactamente por ese lado oriental finalmente, pero la distopía sí que ha llegado. Alguna vez leí en algún lugar que la ficción distópica es cuando tomas cosas que le suceden a poblaciones marginadas en la vida real y las aplicas a personas con privilegios y todo el mundo en general. Y señores, ahí estamos ya todos. Tener un lugar digno donde vivir ha dejado de ser un derecho y se ha convertido en un privilegio, las empresas manejan obsolescencia controlada en sus productos y las grandes tecnológicas (americanas, no japonesas) tiene más poder que los gobiernos.

Ver a todos los CEOs de estas empresas en primera fila para inauguración presidencial en los EEUU… oír en las noticias que existen ya empresas como Novo Nordisk en Dinamarca o Samsung en Corea del Sur que son tan grandes que pueden mover los indicadores económicos ellas solas… ver como una carrera de Fórmula 1 se lleva a cabo sin problemas para no impactar a las empresas auspiciadoras mientras a unos metros caen misiles por una guerra civil… apreciar, de primera mano, como durante el cierre de las fronteras y espacio aéreo por el COVID se realizaban vuelos privados clandestinos para llevar ejecutivos de grandes corporaciones de un lado a otro… si esos no son ejemplos del cyberpunk no me imagino entonces qué son. Y ni hablar ya de las empresas de Inteligencia Artificial, eso ya es casi un argumento ad hominem.

De la página de wikipedia sobre el tema, tomo esta cita:

...una mirada más cercana, [de los autores ciberpunk], revela que retratan casi siempre a sociedades futuras con gobiernos absurdos y patéticos... Cuentos populares de ciencia ficción de Gibson, Cadigan y otros son una representación orwelliana de la acumulación del poder en el próximo siglo, pero casi siempre en manos secretas más adineradas o en corporaciones de élite. 

—The Transparent Society, Basic Books, 1998.

El objetivo principal de la ciencia ficción fue siempre el de la crítica social, tomar una característica del mundo actual y proyectarla muchos años al futuro para generar una trama sobre sus consecuencias. En este sentido, el género cyberpunk lo hizo muy bien. Simplemente no le atinó a la moda.

Todo esto empezó con un vídeo, o al menos fue la primera vez que yo me encontré con este concepto, pero ahora se ha convertido en un movimiento que va tomando fuerza.

En resumen, el nihilismo optimista es darse cuenta que nada en la vida tiene un significado predefinido, pero que eso no es malo, sino que es genial. Es tener un lienzo en blanco, pero no estar triste porque no muestra nada sino feliz por las posibilidades.

Si no existe un “sentido de la vida”, entonces tú puedes decidir que tu sentido es ayudar a otros, o crear arte, o explorar el mundo. Si no existen reglas preestablecidas sobre cómo debes vivir, entonces eres libre de diseñar tu propio camino. Si nada importa “por defecto”, entonces todo puede importar si tú decides que es importante.

Uno es quien le da sentido a la vida.

Quería que este blog tenga también recomendaciones de algunos libros que me gustan y para la primera de ellas aposté por algo que podría generar polémica =) y es que este libro podría parecer de auto-ayuda o podría ser considerado ofensivo si es que se le recomienda a alguien con creencias religiosas muy ortodoxas. Pero no, no va de eso, este es un libro que puede ser muy útil para todos nosotros de la misma manera en que meditar un poco cada cierto tiempo lo es.

El autor, que es psicólogo y catedrático, utiliza conceptos psicológicos y filosóficos modernos, así como la teoría de la evolución, para explorar y explicar las enseñanzas budistas. Esto de por sí ya es interesante, aunque sea como análisis. Pero lo bueno viene cuando él argumenta que la filosofía budista tiene una base científica sólida y ofrece pruebas y ejemplos. Es decir, lo que dice la filosofía se sustenta en lo que sabemos del funcionamiento del cerebro y nuestra mente hasta hpy.

Consciente de la sobre-simplificación, uno podría decir que la esencia del budismo se resume en que los seres humanos sufrimos y hacemos sufrir debido a que no vemos el mundo tal como es. Vivimos con la ilusión de que tenemos control total sobre nuestras decisiones, nuestras vidas, nuestro futuro, libre albedrío.

Pero no es así. Sólo tenemos un poquito de control dentro de un espacio muy limitado. No podemos ir a dónde queramos, existen líneas imaginarias que no podemos cruzar porque es ilegal, tenemos restricciones de recursos, existen zonas en las que es imposible vivir. No podemos hacer lo que queramos, existen límites legales y presiones sociales. No podemos siquiera elegir de quien nos enamoramos, o elegir desenamorarnos de alguien a propósito. No podemos elegir sentir o no algo.

Y la mayor ilusión de todas es la permanencia, algo que el budismo ataca frontalmente. La práctica meditativa budista promete la posibilidad de percibir el mundo y a nosotros mismos con mayor claridad, llevando a una felicidad profunda y sostenible. Me parece que este libro combina el rigor científico con la sabiduría espiritual para enseñarnos cómo vivir libres de ansiedad, culpa y odio. Todo esto proporcionando una visión práctica sobre cómo las enseñanzas budistas pueden aplicarse para mejorar el bienestar personal, independientemente de las creencias religiosas.

¡Espero le den una oportunidad! Y si lo hacen, que me cuenten qué tal les fue. Por supuesto, traten de adquirir el libro en la librería de su barrio, les aseguro que es la mejor manera de empezar a hacer mejor las cosas.

Yo estaba recién empezando la universidad cuando falleció mi tío más cercano. Él no solo era hermano de mi padre, sino que se había casado con la hermana de mi madre, por lo que yo tengo un grupo de primos hermanos con exactamente mis mismos apellidos. No solo lo veía todos los fines de semana sino que viví en su casa algunos meses. Era además el dentista de toda la familia.

A pesar de esa cercanía, sin embargo, mi tío no era de las personas que daban besos o abrazos. Yo lo saludaba y me despedía siempre un poco distante porque no quería invadir su espacio personal y forzarlo a algo que sabía que no le salía natural. Por años fue siempre esa nuestra dinámica.

Hasta su última semana de vida, cuando lo visité en el hospital. Ya súper delgado y con muchos tubos en el cuerpo, al despedirme quise abrazarlo. Entonces le dije, tío, yo sé que tú no eres fan de los abrazos pero quisiera darte uno ahora. Él abrió los ojos con una cara de sorpresa total.

Yo pensé que el que no gustaba de abrazos eras tú, me dijo. Por eso no te daba nunca ninguno, por no incomodarte. Ahí estaba, veinte años de un malentendido, miles de abrazos perdidos.

Nos dimos un gran abrazo, el último, y aprendí que nunca debe uno asumir cosas y quedarse callado. Feliz aniversario tío, esas muelas que me curaste siguen ahí perfectas.

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